martes, 18 de marzo de 2008

Sangre

Con el rostro pálido puso su cuerpo en la mitad de la calle desierta. Apenas se mantenía de pie. La sangre fría y oscura manchaba su ropa en el costado derecho de su pecho. Sus labios temblaban sin poder hablar y su mirada lastimera buscaba encontrar una respuesta a tantos retos vividos, que sin avisar desaparecerían ya. No le agradaba para nada la idea de ver una vida terminada así. Morir no era un dilema, sino que lo era no resolver tantas cuestiones demenciales, pero apasionantes, que se le habían cruzado en su existencia. Sus piernas estaban débiles y apenas le respondían. Sentía que estaba de pie porque algún hilo invisible de humanidad aun lo sostenía. Un paso quiso dar, pero el dolor helado que sintió en las costillas lo convenció de lo inevitable de su quietud. Una rodilla en el suelo, la mano opuesta haciendo lo mismo. Sangre brotaba, y bajaba hacia el suelo, mientras el vapor que salía de su boca subía tristemente hacia el cielo llevándose en cada molécula de agua un instante de esa vida indecisa entre la felicidad y el abatimiento. Años y años de asperezas, rozar los codos con el asfalto en cada vuelta de esquina. No supo ser el más astuto capitán de su nave marinera pero fue el único que hubo y el más legítimo timón. El destino había sido siempre un gran enigma, pero hoy, más que eso, era un objeto filoso y puntiagudo que entraba por su costado inclinándose hacia arriba y pasando como esquivo entre dos costillas testigos. En el hoy el destino era un metal frío lleno de rencor y dolor con la amargura del resabio del amor. Ahora sí. Su cuerpo de costado en el suelo. Las rodillas flexionadas y las manos en el pecho rojo abismo. La posición fetal indicaba el nuevo comienzo, forzado por este súbito fin. El viento cálido levantaba las hojas amarillas del suelo, las cuales giraban a su alrededor como muralla contra el mundo. Ya demasiado contacto habían tenido ambos, ahora merecería soledad. Sin embargo pequeños rayos de sol se colaron entre las ramas peladas y descendieron por entre ellas dejando su calor en el polvo que en el aire había e iluminando con su otoñal luz la cara del único testigo de su desesperante situación. Éste si que estaba abatido. Su corazón parecía quieto de tan veloz y su cara indicaba la desesperación por hacer algo por ayudar al que sufría. Dio tres pasos hacia él, que era la distancia que los separaba. Y se agachó muy cerca. Apoyó ambas rodillas al lado del derribado y paso un brazo por entre su cuello y sus hombros, el otro por tras su espalda. Con un gran esfuerzo lo levantó, llenando las mangas de su camisa del oscuro líquido que fluía. Caminaba confundido, no sabía qué pretendía. Llegó hasta la esquina y allí se detuvo a observar el rostro del moribundo notando que su mirada estaba siendo retribuida. Escalofrío, todo giraba. La sangre lo quemaba y el silencio de la calle Cajaravilla se convertía en una sinfónica de la conciencia ensordecedora. El socorrista no pudo contener el llanto al ver que el ahora cadáver, había dejado de respirar. -Perdón- Dijo entre lagrimas de arrepentimiento que lo ahogaban. Nadie lo escuchó. Nunca, pero nunca, se perdonaría haber matado a su propio hijo.